-No se muevan- dijo.
La señora de la casa estaba recostada contra el terciopelo azul de su cabecera. Yo, de cuatro años, en el regazo de mi abuela, en un sillón frente a la cama. No oí a la dueña de la casa porque los latidos de mi abuela gritaban. Por instinto, me congelé y sobreviví al hocico del perro, que era varios perros, a punto de desfigurarme. El dueño intervino y devolvió al animal a la azotea. No sé cómo escapó, repetía.
Regresé a esa casa, ya de grande. El perro está amarrado, me aseguraría la señora. Me encerré en el baño, con seguro, a hacer pipí nerviosa. El techo de la azotea era el tragaluz de ese cuarto de baño, las patas del perro se multiplicaban por el vitroblock; se había vuelto a escapar, ahora marcaba su territorio con mi orina, sobre mi miedo. El perro que nunca fue uno solo.
Recordar el peligro no mata, el problema es repasarlo en el papel carbón de las anécdotas y las pesadillas, no atinarle al contorno y que el perro aparezca como jauría en los relatos. Por más breves que éstos sean.
18 enero, 2015 en 16:09
Reviviste mis miedos. Entre el perro de la casa de unas amigas, los de la colonia de mi abuela y los de algunos vecinos pasé miedo, pánico, furia e ira durante mi infancia.
A la fecha muchos perros me ladran, a fuerza de voluntad he logrado enfrentarlos. Pocas veces me ha gustado su convivencia.
25 enero, 2015 en 14:15
Ahora que lo pienso, no me vienen a la mente miedos ni peligros que haya tenido en mi infancia, por lo que no sé cómo reaccionaría si de pronto aparecieran.
Saludos.