Cada febrero desde que llegó a California, Miranda Locadelamaceta salía a su jardinera, veía a las camelias y les escribía un texto con tintes eróticos. Era el único escrito deliberadamente sexoso que se permitía publicar, por motivos que obedecían más a los filos que a la censura y porque se tomaba el miedo muy a pecho.
Me asombra todo lo que no dije cuando escribía, y que quiera seguir escribiendo. Seguir y que esté cercana un ritmo natural que afirma que habrá flor, porque sí. Habrase visto acto más impreciso y lubricante. Dejar de temer es un tema con la perseverancia, no la de organizarse y aprovechar el día: la de dejar abierta la llave de la noche para que entren los monstruos y acampen; la de hallarle lo sagrado al de morir en una hoguera, malentendida. La de creer, es decir, crecer entre grietas.
Lo bueno de los bordes rotos es recordar que la vida no acepta sujetadores: por eso, las camelias son una mujer desnuda de torso, a dos tonos, seduciendo a febrero mientras es eterno.
15 febrero, 2015 en 21:47
Añoranzas inmemoriales del nomadismo nacen,
debilitando la cadena de la costumbre,
nuevamente, de su sueño milenario,
se despierta feroz, el atavismo.
Colmillo blanco, Jack London.
Para recordar la existencia, el hambre.
Para dejar claro el origen, el sexo.
Para satisfacer ambos, en la novela, era necesario dejar a un lado el miedo.