¡Noticias viejas, traspapeladas! En tiempo de lluvias, las alertas por radio, de la Marina, eran habituales; recomendaban a la población mantenerse alerta, barrer la calle para despejar las alcantarillas, guardar la calma y poner los animales a buen resguardo. Ni quien se alarmara en Pueblo con Malecón. Sí, había llovido. Sí, llovería. Eran noticias de rutina, nunca novedosas, creyeron.
Creyeron mal. Un ciclón y un huracán habían chocado en la sierra inmediata. La lluvia, a su paso, iba reventando presas, desgajando cerros y bloqueando carreteras. La alerta de la Marina notificaba que el río se desbordaría, inundado Pueblo Con Malecón, repito, inundando Pueblo con Malecón. Los habitantes encendieron velas, desconectaron el refrigerador y esperaron especulando con la radio encendida. Llovió, cayó la noche, siguieron esperando, continuó lloviendo, la señal se debilitó a causa de los ventarrones, sobrevino la calma chicha: esa paz inconfundible antes de que se desaten los males. «Ay, el agua»”entró a las casas —casi todas de una sola planta—como ola y serpiente, abombachando la ropa y cubriendo tobillos, rodillas, cinturas y gavetas, inflamando las habitaciones hasta hacer flotar las camas. Creyeron poco. Del resto, que tuvieron que creer a fuerzas, hay fotografías: la gente en botes por las calles-canales. Los esquiferos ofreciendo «¿a dónde lo llevo, patrón?». Roperos puerta arriba, familias suplicando socorro sobre los techos de sus casas de rancho, arrastradas por la corriente del río. Vacas y caballos alargando el cuello para no ahogarse. Automóviles varados, los portales sin arcos. Las palmeras castigadas, el puente rebasado. Troncos, tractores, féretros a la deriva. Se acabaron las alertas de la Marina porque hasta los aparatos de radio estaban cubiertos de agua. No saben cuánto duró exactamente esa agua. No la lluvia: el agua que cubrió todo lo que era importante.
La inundación fue cediendo hasta que, un día, Pueblo con Malecón se reveló sobre una costra de lodo. Vino el recuento de los daños, era rapidísimo: todo se perdió. Las prendas, los colchones, los enseres domésticos, cada mueble, cada libro, cada piano, cada coche. En casa de mis abuelos fueron afortunados: quedó una vajilla. Mi abuela le quitó la lama con agua limpia, de renovar. Eso la animó. Puso a secar sus platos extendidos y soperos sobre una mesa pero la mesa tenía las patas podridas y la vajilla se desplomó contra el suelo en un griterío de añicos. A mi abuelo no le fue mejor: cuando levantó la cortina de su ferretería —aquel negocio familiar del que se hizo cargo a los 14 años, recién huérfano—vio la metástasis del óxido; por más préstamos que pidió, no logró recuperar la inversión. Tuvieron que migrar. A ambos, el duelo les duró el resto de la vida.
Ellos, como tantos habitantes de Pueblo con Malecón afirmaron que el orden de la vida, de los significados y de los rumbos se revolvió con esa inundación, la de 1955, y nada volvió a ser igual. Vaya, nada volvió a ser. Las noticias, desde entonces, fueron insuficientes. No bastaba saber si llovería o no, qué tromba rondaba, qué pasaba en la sierra. Querían saber dónde fue a parar su confianza, verdadera y definitiva, esa que no se diluye ni con el agua más persistente.
Creyeron en la versión de la pérdida y el desamparo y así, anudada la garganta, lo contaron a sus hijos y a los hijos de sus hijos. Mostraron las fotografías, impresas y relatadas, de su destino en Pueblo con Malecón. Creyeron, recordaron, se lamentaron durante cincuenta años. Y en ese lapso —no lo saben aún, se enterarán aquí mismo, leyendo— su memoria ha tenido un sentido: de repetirla, tan honda, hicieron un surco profundo en el pasado de la inundación por donde drenaron completamente el agua encharcada de su casa y de su ferretería. En el relato, a través de las generaciones que se tocan el corazón cuando saben de alguien desposeído, doliendo o migrante, los abuelos están secos y a salvo. Habrá que creer. Sí, llovió, sí, lloverá. Ninguna pérdida es en vano.