Locadelamaceta

Cultivo letras, voz, y otras plantas de interior.

Una casa, 6.

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Un carruaje viene del cielo. Desciende, tirada por tres caballos grises.  Veo que mis papás están dentro del carruaje, los espero abajo. Cuando el carruaje aterriza, está vacío. Se va encogiendo. Mide el tamaño de un oso mediano hibernando, se convierte en una carpa de circo —rojo con blanco—, y luego en un círculo de piedra rodeando una fogata extinguida.

El escalofrío me despierta.

Me callo la pesadilla. No quiero contarle a nadie que me acabo de quedar huérfana en sueños. Segurito me preguntarán si cené pesado. Cierro los ojos y está el carruaje vacío. No quiero dormir otra vez.

Por la tarde voy al catecismo. Estoy fatigada de tanto forzarme a mantener los ojos abiertos. Me siento en una banquita porque llegué temprano. Un grupo de niños, de los más grandes, hace rebotar una pelota de tenis contra una pared, por turnos. El sacerdote se les acerca y se incorpora al juego, usa su mano. Es hábil. Se ríe. El eco de la bulla rompe la rutina de las preparaciones para la primera comunión. Acaba el juego porque son las 5.

Pienso que si el sacerdote puede resolver la falta de raqueta y correr con todo y sotana, y todavía reírse, es autoridad.  Me acerco a él antes de irme a mi salón, en lo que él se limpia el sudor con un pañuelo azul a cuadros. Le cuento que mis papás murieron en mi sueño, que me acabo de quedar huérfana, no sé si me entienda, fue en mi sueño pero siento que sí pasó de deveras. El padre sigue secándose el sudor de la nuca. Un micrófono (con la misma voz de los salmos, loado sea el que habita a la sombra del Altísimo) llama a formación.

—¡Claro que se van a morir, como en tus sueños!  Pero no importa, sólo son tus papás adoptivos. ¡Alégrate! Tú eres hija de Dios.

El sacerdote me da palmaditas en la cabeza. Anda, ve a tu salón—, me insta. Subo las escaleras, corriendo. Entro a la clase, saco mi cuaderno, va a empezar el dictado del Credo. Pido permiso para ir al baño y me encierro toda la clase, sentada sobre la tapa del excusado. No tengo edad para entender la metáfora del sacerdote. Las anginas se me inflaman y me duran inflamadas treinta años más a partir de ese día. Cuando mi mamá pasa por mí, la catequista le dice que no quise trabajar, y yo señalo que me duele la garganta. Ceno pan con leche, ligero. Por meses, duermo a sorbos de cansancio y de llorar porque nadie me había dicho que era adoptada. Estoy a la intemperie de todo lo que no sé, de descubrirme dos veces huérfana; las casas protegen del clima, pero no de la tristeza.

Dicen que yo era una niña ojerosa. Ahora ya sabes por qué.

 

 

Autor: locadelamaceta

Blogger Libra en tecnicolor. Vive en California, escribe descalza, le rondan dos hijas y tiene un jardín.

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