No fueron las pisadas de las botas sobre las semillas de flores salvajes que recién habían germinado ni las cuerdas de una horca a cuatro pistas ni la sierra como una motocicleta que desdice ramas. No fueron las leperadas a gritos encima del ruido ni el hecho de que mi casero no me hubiera avisado.
¿Por qué el desconsuelo y la angustia? El olmo estaba enfermo y corría el riesgo de caer encima de la casa. Yo sabía que lo iban a talar.
No fue la trituradora que, en medio día, fulminó un árbol de ciento cincuenta años ni ver desde arriba los kilos de aserrín que ahogaron a la hiedra cuando el aserrín es la que más odio entre todas las sustancias que se adhieren a la piel recóndita y a la yema de los dedos y a la infancia.
Fue el corte mecánico. Ninguna pausa, ninguna muestra de que hubiera una conexión innegable y profunda entre el árbol y los humanos que lo talaban. Fue tanta belleza, de repente, en la luz que encandiló las habitaciones. Fue el venado que llegó a masticar las únicas hojas restantes y a abonar como riendo. Fue el cuervo que halló varitas de todos tamaños para su nido que también fue triturado. Fue la ardilla que siguió buscando su bellota al pie del tronco. Fue ver a la vida seguir, imparable. Deja todos sus símbolos, me dijo. Un día terminan.
Desde que no está el olmo hablo muy poco.
15 mayo, 2020 en 13:04
Awwwww me fascinó.
19 mayo, 2020 en 14:16
Los simbolos lo hacen a uno presente, cuando uno ya no esta.
Sugerencia: No los dejes, guárdalos, herédalos.
24 junio, 2020 en 07:27
¡Qué momento!
Una cosa que sostiene a su vez tantas más, a veces vemos tan poco…