Locadelamaceta

Cultivo letras, voz, y otras plantas de interior.


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Instantánea

De unos días para acá se me han aparecido libélulas y la frase: «aceptación radical de todo lo que sucede».

Las libélulas comparten con los colibríes el dominio sereno de la prisa. Están más presentes que cualquier instante y guiñan —ahora me ves, ahora no me ves— con tantas ganas de jugar, que en lugar de alas, se impulsan por una risa despreocupada. Son generosas: jamás invaden y, sin embargo, llenan todo el espacio donde aparecen. Medirán unos 7 centímetros. Llevan un velo morado imposible de señalar. Cuando aparecen, nadie sabe predecir qué hora es pero dicen que son augurios de un proceso de transformación.

Lo de la aceptación radical de todo lo que sucede me ha producido  desconcierto y luego curiosidad. Caía un libro y en la página abierta: esa frase. Repasando el pergamino digital de tuits: esa frase. Mi amada terapeuta mientras sorbe su café: esa frase. La aceptación, venga, con ella no hay problema. Es aceptar a ultranza, radicalota. Estar en paz con lo que hay. ¿Será posible?

No sé si alguna vez lo logre como un estilo completo de vida. Y, sin embargo, cuando dejo de discutir con el momento y sólo estoy, siendo –y quizás estás tú, y somos— y hoy me atraviesa por el corazón confiante, me elevo por el suelo y aparezco en algún jardín, turbina, frente a una mujer que se cuestiona su valentía.


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Cuánta hoja

Supe que no teníamos un futuro juntos porque titubeó cuando lo invité a que pisáramos un montón de hojas secas. Eran de maple, parecían abanicos hechos de pergamino. Él era un adulto que cuidaba sus zapatos tal como le enseñaron sus mayores. Yo rechinaba de ver esa esquina hojosa donde el otoño prematuro quería asomarse a la ventana de la tienda de antigüedades. Menos mal que no tuve que explicar por qué lo nuestro no podía ser. Él se me adelantó. Adiós, le dije, y me alejé riendo y llorando un poquito y riendo.

Yo pido el pan de cada día y las hojas de cada jornada. El olmo de mi jardín tiene años queriendo besar mi casa, inclinándose, inclinándose hacia ella. Una compañía de aprovechamiento forestal dijo que no todavía, quizás un día, y ancló al olmo con un bastón de acero. El árbol suspira hojitas que llenan el patio de haikús amarillos, salgo a barrerlas para acercarlas a la raíz del olmo, ten tu humus, ten tus nutrientes. Él me cuenta de su romance imposible mientras canto pasodobles que mutan en canciones de cuna y en confesiones tarareadas que nadie más sabrá. Mi escoba es de mijo, del que se anuncia cuando pasa.

Las hojas de mi cuaderno de escribir se caen cada vez que me tropiezo que es siempre. ¡Ay!, y van todas las notas del dictado que escuché en la regadera y en el auto y mientras me delineaba los ojos. Menos mal que, usualmente, quien me ayuda a recomponerme habla inglés y no entiende mis enunciados. Es como si se asomara al tendedero: me daría pudor. Son hojas que años después revisaré con la nostalgia de creer que contenían algo importante. Qué boba.

Hablo de hojas en pleno julio como si fuera octubre. No siempre me pregunto por el futuro, sólo a veces: cuando veo un corazón cerrado, cuando salgo a mi jardín, cuando avanzo en un manuscrito. Y cuando es verano y descubro —demonios, el cambio climático— que ya no cantan los grillos.

 

 

 


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Violetando

La anciana que seré cultiva violetas. Les busca una esquina de sol, les canta boleros, les acicala el porte cuando se inclinan de más y se niega a a dejar de creer en la magia.

Creer, pero no en el ilusionismo de los hechiceros de la mercadotecnia ni de las soluciones que simplifican paradojas ni la de las estadísticas absolutas (¡destejamos!, me invito, aunque las ideas queden estrujadas y flácidas por un tiempo); magia —ver a través de lo invisible— porque los tiempos difíciles requieren medidas radicales y las crisis humanitarias, sensibilidad. Toda la disponible.  Y espíritu crítico, voto reflexionado, conocimiento de historia, sociología, teorías de economía y desarrollo sustentable, organización disidente.

La anciana que seré me va dando la mano porque el mundo se está complicando y no sé qué hacer desde mi todoslosdías y mi mundito de adulto que puede hasta donde le alcanza la quincena. Sigue viendo más allá, me dice. Que lo macabro no es un hecho aislado. Que el sufrimiento no es una imagen en una pantalla o en un reportaje. Que mientras aúlles, hay fuerza.

Cuatro macetas de violetas, mejor dicho: tres, porque la cuarta era toda verde y muda, enfurruñada. Ni un brotecito desde que nació. Como si hubiera nacido pesimista, hay que ahorrar agua y energía, déjense de ridiculeces. Esta es sólo una esquina insignificante, ya para qué florear si nos va a llevar la chingada. Seguí asegurándome que estuviera bien asentada y tomándole el pulso de la tierra seca y tarareando. La anciana que seré tiene un compromiso con las plantas, en particular las de interior.

Hasta que otro día, hace poco, la cuarta violeta amaneció con una flor en ciernes. Puje, señora, puje—, le susurré al oído peciolado. Una flor blanca. Y luego otra, y otra más en contraste con sus hermanas fucsia y rosa, pero flor al fin. Pasaron los días, las noticias, sí son campos de concentración, Valeria de 2 años abrazada a su papá Óscar Alberto antes de cruzar el río. Creer, ¿en qué?, ¿para qué florear, violeta pesimista? porque nos está llevando la chingada.  La adulto que soy tiene días de no poder ver más allá. Toda la sensibilidad necesaria resulta insuficiente.  La niña que soy me dijo: mira, una línea púrpura en la flor nueva. Una violeta violetando. Quizás se enseñan entre ellas.

Hice estas fotos. Y entonces descubrí que algunas violetas tienen pétalos que brillan.

Y lloré, en lo visible y en lo invisible, humana, 2019, sin edad.

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Escampa

Ha dejado de llover. Las ramas del olmo tienen uvas de gotas y el tono verde encendido del musgo que me fascina. Es la media mañana de un sábado que se siente como una libreta con notas aleatorias, un par de renglones apenas.

Ayer fue la firma de mi testamento. He estado conversando con mi propia mortalidad a causa de los meses de invierno y de tener más canas y de ir sopesando dónde pongo mi atención, qué batallas tengo perdidas de antemano. He decidido abandonar la esperanza de ser una hija ecuánime y una madre con las alas intactas y, en general, de ser una mujer desconectada de los temas que le atañen, que son casi todos donde hay dolor. O colores.

Cuando escampa, hay un momento donde el mundo brilla con una luz mate, jamás opaca, como suspirando matices. Es justo este instante: después de doce horas de la lluvia del viernes por la noche. Sabiendo y aceptando que cada día es uno más cerca de la muerte, ya no identifico mis problemas con tormentas ni busco en el fin del aguacero una metáfora de la calma que sigue, predecible. Sólo quiero que los momentos ocurran y pueda presenciarlos, ser testigo de que sí viví.

¡Ya se fue el momento!

Ahora viene otro. ¿Cuál será?

Yo soy la que pudo ser y no fue y quizás sea. La libreta, el olmo, la letra, el charco, los huesos, la tierra.

Para Laura A. Con un abrazo hasta la costa Mar del Plata.

 

 


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Abrazo de otoño

Caen las hojas.

¡Mira! El dedo apunta hacia abajo,

a los peciolos como antenas

pegando el oído de savia a suelo

para oír a las hormigas, a los hongos,

las pisadas, el runrún del tren.

¡Mira! El dedo apunta hacia arriba,

a los plazos entre las raíces y el cielo,

a las ramas como listones

haciendo el baile de las lenticelas

para aflojar los nudos, los nidos,

la ternura, el racrac del tronco.

¡Mira!

Hojas que caen, la alfombra

donde aprendemos que nada es para siempre.

¡Mira!

Caen, y nosotros a la mitad de este susto

¿y si no vuelve la primavera?

¿y la oscuridad es cada día más oscura?

Hojas que abandonan

–crujen con las pisadas, y las perdonamos —

A veces somos ellas, caducifolias,

cumpliendo nuestra palabra verde

hilvanada a los ciclos;

a veces somos el árbol desnudo,

preparándose para el invierno,

duelo anticipado;

y, a veces, sólo somos lectores

en medio de un paréntesis,

testigos de hojas caídas

y del relato de las flores y los frutos

que les siguieron,

los que pueden venir,

los que vendrán;

lectores pidiendo un abrazo al otoño,

a ver si así logramos ser

un poco más versados en el arte de soltar.

 


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Magia para transitar de agosto a diciembre

Identifico el Norte y lo saludo con una inclinación de cabeza. Para sostener la mirada de la verdad cuando la tenga enfrente, para frenar cuando me lastime el zapato, para disolver los obstáculos que imagino; para encontrar mi rumbo entre la multitud, cuando me abrume la competencia, si me roban las ideas, si acaso voy a donde no haya un mapa trazado.

Identifico el Sur y lo señalo tocando mi ombligo. Para aceptar la invitación del placer cuando se haga presente. Para aburrir a la vergüenza, para darme permiso de decir que no, gracias; para encontrar mi risa ente las caras largas, cuando olvide que alguna vez fui amada, si quiero huir, si acaso me separo de mi cuerpo por creer que soy lo que pienso.

Identifico el Este y lo bendigo a través del olmo. Para tomar la secuencia de los días cuando amanecen, para cantar frente a lo sagrado, para pulir los bordes de mis torpezas; para encontrar mi voz entre los comienzos, cuando confunda el término con los finales, si me persigue el abandono, si acaso deseo morir al dormir y no despertar.

Identifico al Oeste y lo llamo con un suspiro. Para desabotonar las capas que me cubrirán conforme vaya creciendo. Para asirme cuando sienta vértigo, para confiar en extraños y propios que estereotipo; para encontrar el encanto entre los contratiempos, cuando sostenga un llavero de puertas que desconozco, si dudo de mí como sólo yo, si acaso lloro y se escucha mi eco.

Soy de rituales y de preguntarme cómo llegar.