La adultez ha convertido mis córneas en una máquina de calcular riesgos y de ponderar promesas. El desencanto ha puesto mi iris en el florero del dejarás pasar lo que no es para ti. El trabajo ha multiplicado mi parpadear según la agenda de los objetivos; ahora sé caminar por rumbos donde el paisaje es tan austero como estrecho: pero llego a tiempo. El dinero me ha enseñado a preguntar el cuánto cuesta de las cosas y saber decirles que sí o que no según frunza el ceño con el precio. La edad me ha aflojado la fe ciega en los símbolos cristianos y en los símbolos, en general, que dividen entre unos y otros.
Y cada año, por un rato —casi siempre en las mañanas, cuando todavía está oscuro y voy a tomar mi café de seguir siendo adulto— las luces del árbol de navidad renuevan mis ojos de asombro. Pequeñitas, puntillistas, seriadas, cándidas, guiñantes que me desacomodan la seriedad, el sistema de medidas de la valía, el creer que sé algo, la prisa. Brillan. Hay luz atravesando las ramas y las esferas y los adornos con historia. ¡Mira! ¡Todavía!
Recibo de la vida ese regalo de navidad, a pesar de las canas.
O justo por ellas.