Que te arrope el abrazo de tu padre, y el de tu madre, con o sin biología. Que adoptes un animal y su cariño multiplicado te rescate. Que se te den todas las plantas, que entre ellas sea sol y florezcas. Que esté completa tu tribu cuando ores en el duelo, cuando comas del pan de la risa. Que tus frases subrayadas también te citen al hablar de encuentros. Que, aunque pertenezcan a la vida, tus hijos e hijas tomen tu mano al cruzar la calle. Que, gracias a tu manada, ninguna derrota dure y no te mienta el éxito y ninguna traición te amargue y reescribas tus ficciones y ya no requieras recetas. Que tengas romance del bueno, un Norte, soledad nutritiva, y clara tu valía, eligiéndote primero. Que no te vayas de este mundo sin conocer el amor en todas sus formas. Y que nada de ese amor pueda comprarse en 14 de febrero.
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Salir del Invernadero
El Centro, experto en dictar cuál es el orden de todas las cosas, se encargó de hacerme saber, a lo largo de los años, que había algunas expectativas sobre mi modo de conducirme en la vida. La prioridad, dejó claro, es que no seas motivo de vergüenza. Después, que seas esposa hasta el último día de tu vida y madre que obedece al Centro: la que obedece, no se equivoca. Y la que no se equivoca, no avergüenza. Facilísimo. Mi profesión, como tal y de haberla, era lo de menos. Ah, y bajo ninguna circunstancia, alterar el para qué de los objetos; por ejemplo, sembrar una planta en una tetera. Y mucho menos si es de plata o heredada: se ha sabido de tías a favor de la anarquía que comenzaron así, con esos gestos domésticos.
—Oye, Centro, pero yo quiero escribir. Y no me siento segura ni feliz en este matrimonio. Y quiero criar hijas libres, mujeres en sí mismas. Y ¿ves esta ensaladera tan grande? Parece que pide tierra y raíces.
El Centro me preguntó qué parte de la prioridad no había quedado clara.
Entonces me enteré de una mujer que tenía tres apellidos, allá por mil novecientos cuarenta y tantos. Y que su futuro marido estaba desagusto con ese hecho porque cito: «ella parecía más que él». Ella —que, sospecho, también sabía de El Centro—modificó su nombre para ser una buena esposa. Uno de sus apellidos era Miranda. Así que cuando decidí inventarme un pseudónimo y obedecer la prioridad, tomé aquel nombre cercenado. De apellido me puse Hooker, por un disco que tenía cerca de mi escritorio y luego, con el paso de los años y de desmenuzar el para qué y el cómo y el dónde y el dentro de las casas y su vida diaria, muté a hacia Locadelamaceta. El no equivocarme, a decir del Centro, me duró poco pues decidí terminar un vínculo eterno con quien nunca quiso estar casado conmigo y me adentré en la crianza respetuosa de las hijas y a descubrir mi faceta profesional. Hice todo mal. Pero, al menos, no usaba mi nombre y la prioridad estaba intacta.
He escrito esta página desde 2006 hasta hoy. He ofrendado mis significados a quienes me honran con el favor de su visita, he hecho amigas y amigos muy queridos a partir de mis letras y de su lectura, he hablado de mis duelos más hondos y del viaje de maternidad, he intentado hacer poesía y repasado la parte de atrás de la prosa, he publicado y podcasteado y mostrado la perseverancia de mi corazón creativo. Y, en aras de no ser identificada y de traer deshonra a El Centro, jamás he podido firmar un escrito con mi nombre. El pseudónimo, que me protegía de las equivocaciones y de ser excluida, me convirtió en una niña perpetua viviendo en el relato de alguien más. Un retoñito que, además de todos los mandatos, no debía crecer.
Miranda Locadelamaceta me salvó la vida. Parpadeó mensajes en clave cuando yo no podía nombrar lo que vivía. Me mostró lo intrincado del proceso creativo, el placer de empezar y terminar un proyecto, la importancia de conectar y coincidir a través de los medios electrónicos, la gratitud inmensa de conocer en persona y tomarme un café con quien me lee, entregar un libro en la mano o por correo. La amo y siempre estará en mí. Somos una y la misma. A la vez, no me corresponde estar librando las batallas con las estaturas ajenas. E incluso, no podría quedarme quieta: soy más que una mujer que escribe. Y, por esa complejidad, el único mandato que me rige ahora es ir a donde el alma me llame por mi nombre, el que me corresponde, por derecho, para nombrar mis obras, incondicionalmente, y no sólo por la medida de mis aciertos o de la pertenencia a mi sistema de origen y que también, por salud mental y progreso en mi evolución como adulto, es indispensable dejar atrás. Sé que ustedes podrán hacer ese cambio de hábito y seguiremos acompañándonos y creciendo juntos, juntas.
Plena,
Michelle Remond
Perspectiva
Ella acunó mi tristeza hasta cerrar la compuerta oxidada de las lágrimas. Horneó pan con levadura sobre los rescoldos de mi enojo, vio mi hambre y mi alacena. Acuérdate de jugar, me dijo; y nunca necesitó palabras. Hilvanó a mano las cortinas para cada ventana con vista a la angustia. Sembró un geranio donde yo sentía vergüenza por mis errores. Cantó, cada noche, y la ciudad callaba un poquito queriendo escucharla.
No contradijo a la ley de causa y efecto ni se vistió de promesa elocuente. No buscó la salida por mí aunque la de emergencia estuviera, bien señalada, siempre a mi alcance. No me tuvo lástima ni me permitió que ése fuera mi reflejo, no aseguró que el futuro sería mejor o yo distinta, no invirtió en la leyenda del alivio futuro.
Hizo eso y tanto más con una sola frase; la de atravesar dificultades, paciencia de rodillas turbias, juglar de tantas épocas inciertas. Convencida, sin pretender convencer. Una mención, como si cualquier cosa:
Así se presentó el día.
Convierte cualquier momento en mirador y en litoral: los días no están fijos, se presentan, cargan, se despiden, llevan. Es el único pronóstico que necesito. Me gusta su linterna integrada, como casi todas las enseñanzas de las abuelas. Traigo esa frase envuelta en el cuello para cuando me tiembla la voz a punto de llorar.
O de reír.
Brindis de cambio de año
La casa en silencio, un cuaderno. Un proyecto.
Ninguna garantía, excepto el llamado a cambiar de orilla y a nombrar. Creación aunque sea, todavía, de palabras de lodo. Sostener el hilo de la cometa que nos sostiene, el viento de las horas y los significados, olvidarlo de noche, retomarlo de día, en las primeras horas, todas las jornadas, los años que tome, con sus días bisiestos y la flojera que, a veces, prolonga su visita.
Un proyecto tan amado que devuelve la mirada como persona. Enamora, dice «Ven». [De nombre íntimo y propio, de oficio asignado por las ganas]. Ideas dispersas que revelan su filiación, tan egoísta frente al sufrimiento en las fronteras, tan hondo y hogar, de la paz que aporta. Descubrir que incluye mentores y brújula, alterar el orden de las certezas. Revisar notas solteras y descubrir un tema que insiste. Resistir la tentación de anunciarlo; sus bordes que cortan, su altura vaga, atravesar la neblina, sus esquinas olvidadas, sus recompensas íntimas, su falta de apellido. Reconocerse en él, desconocerse entre líneas.
Seguir-confiar-seguir. Seguir, y seguir imaginando. Seguir, a pesar de todo. Seguirle la pista entre renglones. Seguir y seguir, ese cincel; que se le noten los vestigios de la estación: el cansancio, la melancolía, el pago a la tarjeta, la tos, la pandemia. Seguir, crear, creer, estoy contigo; que vaya quedando bien, aunque sea más tosquedad que idea. Paciencia, caricias de edición. —Las ganas que se renuevan por el esfuerzo—. Seguir, hoy, seguir. Talacha y gozo. Seguir, el camino se va revelando. Seguir, siguiendo. Seguir, verbo terco y futurista, que la muerte nos envidie por tenaces.
Un proyecto, su semilla de perseverar. Y elegir la vida.
Una barda
Ten estos pedazos de entereza que te miran y sonríen.
En esta hoja en blanco sólo hay colores tímidos.
Voy conmigo. ¿Vienes?
Ternura. Y revoluciones uniéndose a la causa.
En tus párrafos me supe libro.
Habítame. Ya conseguiremos un cuarto.
El cielo quiere ser pared y tocarse los pies.
Por aquí pasó un suspiro y se quitó el abrigo de hubiera.
Toca el timbre del ego del patriarca, y corre.
Los ladrillos, de grandes, quieren ser horizonte.
Letras para Tiempo de Encierro 7
El día cuando te llamaron aparte hacía poco que la bisabuela había muerto y repartían sus pertenencias. Te llamaron aparte y mayor, señorita. Y otros adjetivos asociados a bajar una escalera en un vestido ampón, ceñido, floreado, rosa. Tan responsable, te dijeron, tan apreciadora de lo que vale, tan digna de recibir este regalo. Le revisaste el copyright. 1901.
Pensabas que era un recetario. Resultó que se trataba de un compendio para el ama de casa: desde cómo quitar manchas de vino hasta cómo servir un banquete, todos los usos del bórax, Administre Usted El gasto, Normas de Etiqueta y Cortesía, cómo escribir una carta según la ocasión social, zurcido; y decenas de recortes del periódico, insertados en años posteriores, para complementar porque el mundo había cambiado, porque la grenetina es versátil, porque el bisabuelo no aceptaba comer sobras de un día para otro y había que disfrazarlas de platillo novedoso. Porque antes cualquier aspecto de la vida se remendaba.
Sabrías apreciar el regalo, a ti que te gustan los libros y lo que ocurre adentro de las casas, que siempre has sido muy modosita. Y, mira, el compendio tiene consejos de belleza y cómo elaborar cremas caseras para el cutis. Los hojeaste. Reíste, y no te acompañaron en la risa.
Reíste —Ingredientes: semen de ballena—y tuviste que recoger del suelo los recortes y el libro, como dulces de la piñata del pudor. Reíste y te delataste, sexuada. Fue un momento francamente incómodo, la primera de todas las veces que decepcionaste. Reíste en nombre de las ballenas, los marineros con su frasco, pillines, la erótica de las sirenas.
A pesar de la incomodidad, recuerdas la entrega del libro como un regalo del regalo. Con los años, apreciando lo que vale, supiste que si en una casa no hay espacio para las contradicciones y la irreverencia no cabe en el botiquín y la bobería no irrumpe con cuestionamientos, la comida es insípida y lo que se rompe no tiene remedio.
Sigues riendo.
Letras para Tiempos de Encierro 5
Quédate en Casa, dijeron.
¿En cuál de todas?
La infancia es una casa meciéndose en columpio que descalabra.
El beso es una casa en una cueva con estalagmitas.
El parto es una casa de tarotistas flotando entre juncos de luz.
El poema es una casa rodante que no teme al empedrado con lodo.
El amor es una casa inflada con paredes de papel y cimientos hechos de rosales.
La música es una casa amueblada de silencios y notas-galaxias.
El sexo es una casa con patios interiores y árboles de mango.
La guerra es una casa ocupada por náufragos radicales.
La maternidad es una casa-niña jugando a la casita y a evadir la crítica.
La vejez es una casa repartiendo sus preguntas más antiguas.
El desempleo es una casa que decide mostrar sus colmillos.
La amistad es una casa que brota los domingos por la noche y en los recuentos de qué bueno que existes.
El encierro es una tormenta y una casa con un abrigo a dos vistas.
El éxito es una casa que siempre tiene corrientes de aire, tambaleándose en un pedestal.
El panqué es una casa que suspira con su argamasa de naranja y clavo.
Esta me gusta más: nosotros, nosotras, siendo la casa que ofrece, en la entrada, una estera de limpiar los zapatos y las abstracciones, mientras traza los planos de sí misma sin saber qué va a pasar al día siguiente.
Manos Vacías
Ayudas cuando estorbas sin estorbar,
cuando nombras sin etiquetas,
cuando dices «esto es mío» y lo cargas,
cuando llegas puntual a tu cita con el recaudador,
cuando pasas de largo de los grupitos que se burlan,
cuando lloras y no escondes tus ojos inflamados,
cuando ríes y no te tapas la boca (salvo que tengas comida),
cuando descubres el espanto en la sorpresa,
y lo ordinario en el miedo en lo cotidiano.
Ayudas al donar y al unirte a causas invisibles,
al leer, se te dé o no,
al cortarte las uñas cerca de un basurero,
al apuñalar a tu personaje en la historia que te cuentas,
al regar el ojalá aunque el cómo sea incierto,
al obsequiar flores en acuarelas y no en ramos,
al dormir y dejar dormir.
Ayudas por todas las veces que no puedes ayudar
y vuelves a casa con las manos vacías
midiendo un metro y tantos junto a la secoya de la vida,
de los trámites, de las políticas migratorias que no requieren juez,
porque deportaron a una familia que atendías.
Ayudas porque el piso del mundo está hecho de vidrios rotos,
interminables.
Introspección
A veces creo que estoy buscando una razón y el sentido a lo que vivo.
Veo para dentro como si me asomara al escote del diccionario bilingüe que llevo cerca del corazón. Significa, significa— dice el latido.
Escucho para dentro como si pusiera el oído en el centro de una guitarra de llevar serenata a peces y estrellas. Significa, significa— dice el telescopio.
Huelo para dentro como si subiera al segundo piso de casa de mi bisabuela y me detuviera frente a todas las botellas de agua de azahares. Significa, significa—dice la madera.
Toco para dentro como si fuera el segundero del reloj que siempre suena húmedo en las historias que me son íntimas. Significa, significa—dicen los ovarios
Pruebo para dentro como si mandara en la cocina creativa donde se prepara el pan que quita el hambre de compañía. Significa, significa—dice el mortero.
Y termino descubriendo que, mientras vivo, el sentido me encuentra, me invita y, despacio, me devuelve el cuerpo.
Violetando
La anciana que seré cultiva violetas. Les busca una esquina de sol, les canta boleros, les acicala el porte cuando se inclinan de más y se niega a a dejar de creer en la magia.
Creer, pero no en el ilusionismo de los hechiceros de la mercadotecnia ni de las soluciones que simplifican paradojas ni la de las estadísticas absolutas (¡destejamos!, me invito, aunque las ideas queden estrujadas y flácidas por un tiempo); magia —ver a través de lo invisible— porque los tiempos difíciles requieren medidas radicales y las crisis humanitarias, sensibilidad. Toda la disponible. Y espíritu crítico, voto reflexionado, conocimiento de historia, sociología, teorías de economía y desarrollo sustentable, organización disidente.
La anciana que seré me va dando la mano porque el mundo se está complicando y no sé qué hacer desde mi todoslosdías y mi mundito de adulto que puede hasta donde le alcanza la quincena. Sigue viendo más allá, me dice. Que lo macabro no es un hecho aislado. Que el sufrimiento no es una imagen en una pantalla o en un reportaje. Que mientras aúlles, hay fuerza.
Cuatro macetas de violetas, mejor dicho: tres, porque la cuarta era toda verde y muda, enfurruñada. Ni un brotecito desde que nació. Como si hubiera nacido pesimista, hay que ahorrar agua y energía, déjense de ridiculeces. Esta es sólo una esquina insignificante, ya para qué florear si nos va a llevar la chingada. Seguí asegurándome que estuviera bien asentada y tomándole el pulso de la tierra seca y tarareando. La anciana que seré tiene un compromiso con las plantas, en particular las de interior.
Hasta que otro día, hace poco, la cuarta violeta amaneció con una flor en ciernes. Puje, señora, puje—, le susurré al oído peciolado. Una flor blanca. Y luego otra, y otra más en contraste con sus hermanas fucsia y rosa, pero flor al fin. Pasaron los días, las noticias, sí son campos de concentración, Valeria de 2 años abrazada a su papá Óscar Alberto antes de cruzar el río. Creer, ¿en qué?, ¿para qué florear, violeta pesimista? porque nos está llevando la chingada. La adulto que soy tiene días de no poder ver más allá. Toda la sensibilidad necesaria resulta insuficiente. La niña que soy me dijo: mira, una línea púrpura en la flor nueva. Una violeta violetando. Quizás se enseñan entre ellas.
Hice estas fotos. Y entonces descubrí que algunas violetas tienen pétalos que brillan.
Y lloré, en lo visible y en lo invisible, humana, 2019, sin edad.
Abrazo de otoño
Caen las hojas.
¡Mira! El dedo apunta hacia abajo,
a los peciolos como antenas
pegando el oído de savia a suelo
para oír a las hormigas, a los hongos,
las pisadas, el runrún del tren.
¡Mira! El dedo apunta hacia arriba,
a los plazos entre las raíces y el cielo,
a las ramas como listones
haciendo el baile de las lenticelas
para aflojar los nudos, los nidos,
la ternura, el racrac del tronco.
¡Mira!
Hojas que caen, la alfombra
donde aprendemos que nada es para siempre.
¡Mira!
Caen, y nosotros a la mitad de este susto
¿y si no vuelve la primavera?
¿y la oscuridad es cada día más oscura?
Hojas que abandonan
–crujen con las pisadas, y las perdonamos —
A veces somos ellas, caducifolias,
cumpliendo nuestra palabra verde
hilvanada a los ciclos;
a veces somos el árbol desnudo,
preparándose para el invierno,
duelo anticipado;
y, a veces, sólo somos lectores
en medio de un paréntesis,
testigos de hojas caídas
y del relato de las flores y los frutos
que les siguieron,
los que pueden venir,
los que vendrán;
lectores pidiendo un abrazo al otoño,
a ver si así logramos ser
un poco más versados en el arte de soltar.
Derretida
Él me tomó de la mano después de mis evasivas, largas y excusas haciéndome la cool. Consentí, porque es una persona que aprecio y admiro. Los diez soles de las yemas de sus dedos orbitaron los míos. Me derritió su gesto, he llorado y llorado desde entonces. Lloro por el cinismo helado que se incrustó en mi mirada: este ha sido el año en que me di por vencida en el amor de pareja. Lloro de alivio valiente, encendido y mutuo a prueba de distancia cortés para evitar decepciones. Son lágrimas de hielo cansado.
No me da miedo que me rompan el corazón. Asusta más lo fácil que es acostumbrarse a no sentir en las sociedades donde nadie se toca.
Pie de foto
Para Jean
Tú y yo buscando círculos.
plato, borde del vaso,
carátula de reloj, girasol.
Círculo, señalo, alargando la i y el momento,
tu mano en la mía, mi asombro en el tuyo.
Tu risa en la geometría, mi hoy al que nada le falta.
¡Más círculos! Vamos, busquemos.
adornito de Murano, óleo y ácaro obeso sobre tela,
esquina del portarretratos, calado de cortina de tergal.
Tú y yo gastándonos las figuras de la sala en unidades de me gusta estar contigo.
Tu asombro en el mío, mi mano en la tuya.
Tus pasos sobre el tapete de nudos, por si tropiezas: mi espalda en grúa.
Oh, no— decimos en coro— ¡Ya no hay más círculos!
Perdóname, me he puesto seria.
Sólo quedan esos adultos y aquello de lo que no hablan.
Alguna vez mi mano estuvo en la suya como está la tuya en la mía
y no hay lugar en donde yo esté a salvo de esa tristeza.
Lo siento. Y te siento. Me jalas. Quiero huir.
Perdóname, no había venido a esta casa en muchos años.
¡Busquemos!, me insistes. No hay lugar en el mundo, repito.
Excepto uno.
Gateo hacia él, ¡y todavía quepo!, ¡y con todo el cuerpo y canas!
El flequillo del mantel es de colores, de algún bordado de lejos.
Te descubro a mi lado.
Saludas como si no me hubieras visto hace unos minutos,
como si jamás te hubiera decepcionado,
como tu tía potencialmente favorita, y el mundo es nuevo.
Traes un sable láser, te persigue un zombie, te aloca una hormiga.
Tus codos de algarabía, por si lloro o te pegas en la cabeza: cuidado y risa.
Alguien nos detecta y nos hace la foto del ¿qué hacen?
Estamos a salvo entre las patas de las sillas, bajo el comedor de mi abuela, tu bisabuela.
(Algún día la verás en algún álbum o en Instagram).
De todos los círculos que hemos encontrado juntos, éste ha sido el más bello.
Otoño como heraldo
Oye, otoño, entra con tiento. Demórate en acelerar los desprendimientos. Dile al viento frío que contenga su soplo, permite que los primeros dos días de noviembre sean impuntuales. Entreténte un rato con este clima de verano, todavía con lama y grillos: hay días largos que también preparan para la oscuridad.
No estamos para saltar montones de hojas secas ni para elegir el rincón de la sala donde vamos a poner la ofrenda. No tenemos cabeza para regatear el disfraz de los hijos ni para escribir textos complejos que hablen de otro tema que no sea reconstruir, estar alerta a los saqueos, volver a lo de todos los días. Entra con cuidado, ya ni el timbre suena igual.
Y, con la misma mesura, insiste en hacerte presente. Cesa la savia de aquello que terminó su ciclo, devuélvelo a la tierra. Danos el consuelo de la cosecha, de poder destinar un momento en el año para ver de frente en qué invertimos el tiempo y la atención. Arranca, amoroso y con gravedad, lo que sea caducifolio en nosotros. Y los lugares interiores de no volver.
Sé heraldo de una verdad natural ancestral que consuela a los humanos en tiempos difíciles: al mismo árbol que la vida impone quedarse sin nada, seis meses le brota la primera flor, prólogo de su fruto.
Entra quedito. A algunos nos duele el corazón.
Bien lejos
Viajé, y volví sabiendo de abrazos.
Yo creí que conocía todo acerca de esa cercanía. Me faltaba saber de distancias.
Porque es posible abrazar botes de basura donde, al fondo, hay libros.
Abrazar como si las banquetas fueran capillas de andenes.
Reconocer, asentir. Oye, sí: abrazo;
ahuyentar, ahorita no. Pero ven, te abrazo.
Que hay abrazos que afirman «esta negación es mía»;
o través de café o textos de sangre;
abrazos de personas que nunca llegan
y de personas que aceptan una cita espontánea;
abrazos que son ovación de pie;
que son chilaquiles con vista al parque;
que tienen algo de cordón umbilical.
Abrazos que son reiteración, pasar lista.
Ya no está uno para repetirse,
¡cuánto bien hace repetirse!
Subrayar, insistir: mira, esto es lo que siento.
Puedo decirlo de muchas maneras, o de una sola,
y traducir: abrazo.
Porque que si sólo sabes abrazo, en la cercanía o en la distancia, es suficiente.
Mi pasaporte no dice, con verdad, qué tan lejos fui. Celebré controlar cada vez menos, querer cada vez más fuerte. Tuve que pagar exceso de equipaje porque los abrazos jamás se quedan en el cuerpo.
Viajé, volví.
Apuntes post-presentación
Era sábado y hacía calor. A las cinco quince, un hombre puso las manos sobre mi cuello. En vez de ahorcarme -con la habilidad propia de los quiroprácticos– hizo girar mi nuca como si fuera a quitarme la cabeza, y luego siempre no. Mi cuello tronó como papel burbuja en ratito de ocio.
Abrí el envoltorio. Le tengo un cariño al color «Ala de Mosca». Tal y como suele pasar con los apegos descubrí, con el tobillo fruncido, que las medias no tenían licra. Fui una versión antigua de mí.
La experta en trenzas, trepada en un banquito, lazaba pelo y listón. Abrieron las puertas, entraron los pasos seguidos de sus dueños que buscaban una silla. El pincel de la boca, mi segundero. Lista, roja.
Lo que más me gusta de firmar libros es conocer a quien me lee y darle un abrazo; que la pestaña postiza izquierda se desprenda y me regale un sub-párpado y la gente no sepa si así soy de cerca, cubista, o es consecuencia de lo que escribo. Escucharme de 8 años, respondiendo qué iba a ser de grande, tropezándome con el flash y los tacones.
Durante la cena, esperé tras bambalinas. Me compusieron la pestaña. Perdí el hambre, pero sostuve mi teléfono. Alguien me mandó una felicitación por whatsapp: «Usted y todos sus hubieras», decía en caligrafía fucsia. Comenzaron los acordes de la Canción Mixteca. No lloré. Entré al escenario junto a Estela, una de las mujeres que más admiro. En medio, una planta sembrada en una ensaladera de plata. El lugar, latiendo. Extractos de mis frases, en las mamparas. Pósters con la portada. «Trecedejulio, la herida de migrar ¿cuándo se quita?, estas letras son mías, si soy una madre falible que sea con estilo». Ojos como luciérnagas. Mi madre. Mi mentor. Mis amigaexalumna. Mis talleristas. Una hija, tomando fotos. Una hija menor corriendo con una amiguita. Mi productora. Mi padre. El cónsul. Mis compañeros de Círculo Cultural. La gente querida que se tele-transporta con invocarla. Cien personas que no sabía cómo se llamaban pero me miraban. Estela subrayando que nunca fui Adelita, que migré a California para encontrarme conmigo. Yo, sintiendo, asintiendo, sonriendo, aullando, cerrando un ciclo de nueve duelos.
Un grupo tocó música de cámara y, al cabo de un rato, aparecí en el escenario otra vez. Compartí mi otra pasión y no solo leí mis textos: hice radio en vivo. Dí las gracias, todas. A la vida, al apoyo que me ha sido prodigado, a lograrlo sola estándolo sin estarlo. Me bajé del escenario, cubierta de aplausos calientitos, volátiles. Antes de quitarme los zapatos y colgar el traje de gala, hice una escala en el cielo y me comí un tamal de mole negro y un chileatole.
Pasada la presentación, me tocó refrendar mi compromiso con la escritura. A la par, mis lectores me hicieron saber que el libro les hizo gracia. ¡Albricias! Escribir ya tenía un sentido para mí; pensé que era acercar o coincidir, y vaya que lo ha provocado. Ahora sé que me invita a ir más allá de mis relatos: a registrar lo que parece no tener una conexión, a esculcar lo invisible dentro de lo que no hay, de quien no está, de lo que no se va, de lo que golpea y esconde la mano. Sí quiero, refrendo. Aunque no fue a propósito, si pude tomar el material de los cuatro años más dolorosos de mi vida y transformarlo en un objeto que ríe, mi compromiso es definitivo. Escribir, para sanar.
¿Hubiera? Ninguno.
¿Para cuándo?
La danza de la lluvia, pulsar «enviar», duplicados de llaves, hacer valer el comino y lo nimio, volar, la amnistía para Pandora, sí, leer, estrellar el parabrisas del silencio, publicar, dejar tirado el control en la cuneta, te perdono, abrazos: en vida. Es el único adverbio de cuándo.