Tejo —iniciaba aquel post de 2009, durante la epidemia de influenza—, y con esa afirmación en presente de me lazo, me deslizo por una horca miniatura y emerjo como pilar de estambre, elaboré 100 cuadritos de 17 puntos de ancho por 7 líneas de altura y me hice una colcha que me enorgulleció en medio del tedio y la incertidumbre, y me arropó en el calorón de abril, cuando el miedo a la muerte nos privó, colectivamente, de los abrazos.
Tejo —continúo en un post de 2015, el último viernes antes de que empiece el otoño—, sabiendo que con el cambio de estación suele venir mi estado más melancólico, menos burbujeante, reservado, saturnino. Con la misma puntada que me acompañó durante el encierro estoy elaborando un camino de mesa: irá, longitudinal, de orilla a orilla de mi comedor, como adorno. 34 cuadritos. Me ayudará a no perder el rumbo, a urdirme entre mis hilos visibles e invisibles. Y a acariciar lo que puedo hacer en el mundo, que puede ser bueno y bello, aunque a veces se me olvide.
Tejo, pues. Es absolutamente irrelevante. Lo comparto porque uno tiene sus verbos, sus logros y sus logros verbalizados. Son una triada casi mística, creo; para cuando ejecutamos la acción, ya pasamos por el espectro de la inmovilidad; cuando manifestamos el logro, ya tuvimos que pactar con lo que podemos, lo que ignoramos y lo que esperamos; cuando lo hacemos público, ya sacudimos nuestro lugar en el mundo. Casi mística, digo, porque ante los retos superados o por superar, nos conectamos con la posibilidad de ser más grandes que nosotros mismos, pero también, en la misma proporción, la triada nos muestra qué nos rompe, qué nos sacude, qué nos asecha y abruma. Qué frágiles somos.
Tejo. Como todo lo irrelevante, tiene algo de vital.