Quédate en Casa, dijeron.
¿En cuál de todas?
La infancia es una casa meciéndose en columpio que descalabra.
El beso es una casa en una cueva con estalagmitas.
El parto es una casa de tarotistas flotando entre juncos de luz.
El poema es una casa rodante que no teme al empedrado con lodo.
El amor es una casa inflada con paredes de papel y cimientos hechos de rosales.
La música es una casa amueblada de silencios y notas-galaxias.
El sexo es una casa con patios interiores y árboles de mango.
La guerra es una casa ocupada por náufragos radicales.
La maternidad es una casa-niña jugando a la casita y a evadir la crítica.
La vejez es una casa repartiendo sus preguntas más antiguas.
El desempleo es una casa que decide mostrar sus colmillos.
La amistad es una casa que brota los domingos por la noche y en los recuentos de qué bueno que existes.
El encierro es una tormenta y una casa con un abrigo a dos vistas.
El éxito es una casa que siempre tiene corrientes de aire, tambaleándose en un pedestal.
El panqué es una casa que suspira con su argamasa de naranja y clavo.
Esta me gusta más: nosotros, nosotras, siendo la casa que ofrece, en la entrada, una estera de limpiar los zapatos y las abstracciones, mientras traza los planos de sí misma sin saber qué va a pasar al día siguiente.