Las mujeres de tobillos frágiles sabemos que nos preocupa tener que subir o bajar tres pisos de escaleras en tacones.
Las mujeres que no tenemos todas las respuestas sabemos que a veces confunde ir a fiestas donde las mesas se agrupan por parejas.
Las mujeres migrantes y las que vivimos solas sabemos que es abrumador estar en una reunión llena de gente que se conoce de años.
Las mujeres que viajamos a países donde matan a mujeres sabemos, tristes y sabias, de estar alertas, listas para huir y ponernos a salvo.
Por los motivos anteriormente expuestos y porque me fascina vestirme de enunciados que se complementan: fui a una fiesta a México y llevé un vestido con botas de agujeta. Subí y bajé corriendo la escalera, bailé en grupo con las personas que amo, me quité la abrumación abrazando y siendo abrazada, brinqué de desparpajo como si el mundo fuera justo.
Las botas parecieran un detalle sin importancia, una excentricidad victoriana de 32 centímetros. Y lo son. Salvo que me permitieron levantar la cabeza —algunas mujeres crecimos sintiéndonos avergonzadas y fuera de lugar—. La pasé bomba.