Un día de otoño decidí que iba a ser feliz. Así, tal cual: feliz, y punto. El decreto —como casi todas las decisiones—, me agarró a medias entre el entusiasmo y el miedo, es decir, entre la luz y el negror. Era noviembre, anochecía temprano y la oscuridad de dentro también era de fuera. No aspiraba a mucho: ser feliz, radicalmente, consistía en cavar una madriguera y dormir hasta marzo, fingiendo una muerte.
Alguien me dijo que mis ganas de desaparecer eran una depresión por falta de sol y que se solucionaba facilísimo con una lámpara del júbilo. Y, qué coincidencia, justo empezaban las ofertas. Había de tamaños variados y para la oficina, para la casa, en combo con calentadores de aceite; todos los aditamentos necesarios para ser feliz cuando el día tuviera menos horas y uno, cada vez menos ganas de estar vivo. Yo puse la misma cara que ustedes y fui a la tienda que me recomendaron. Oh, sí: tales lámparas existen. Y cuestan cuarenta dólares.
Compré la lámpara y la instalé junto mi librero.
— Ahora sí voy a ser feliz—, me dije mientras desenredaba el cable y lo conectaba el enchufe.
La lámpara perdió el equilibrio, cayó al suelo y se estrelló. Miré: la lámpara, el lugar que ocupaba en mis respuestas, la lámpara tan parecida a una pelea con platos rotos, la felicidad que trajo de oferta frágil, la lámpara, el reloj marcando las cinco de la tarde, el crepúsculo en la ventana, la lámpara, el cable, el voy por la escoba. Oscuridad, otra vez.
Un día de otoño decidí que iba a ser feliz. Así: tal cual. El decreto —como casi todas las decisiones—, me agarró a medias entre el entusiasmo y el miedo, es decir, entre la fe y la urgencia. Era noviembre, anochecía temprano y la luz de dentro también era de fuera. No aspiraba a mucho: ser feliz, radicalmente, consistía en seguir el ritmo de mis estaciones; tomar café para la somnolencia de atardecer, saber que las conexiones externas son frágiles, no necesitar lámparas de júbilo ni huir de lo que me abruma, que ya no me interese lo que me hayan dicho; ahorrarme los cuarenta dólares que iba a gastar en el repuesto de la lámpara e invertirlos, mejor, en casa donde dormir en abril o en junio o en diciembre, con cobijas como madrigueras de lo posible. Para una persona. O para dos.
«Negror» no existe, me lo inventé. Como aquello que me perseguía.