Mi abuelito pasaba muchas horas solo en su casa. Se rasuraba, se peinaba con Wildroot, se ponía loción, guardaba su pañuelo de tela en el bolsillo, besaba la foto de mi abuelita, se persignaba y se sentaba en su sala a esperar a que diera la hora de la comida. Entonces salía a la fonda de la esquina de su casa donde lo recibía la señora de delantal de cuadritos, y la hija, y la nieta le llevaba las tortillas calientes en un tortillero de unicel. En la fonda platicaba con El Ingeniero, otro comensal; hablaban de béisbol hasta que dieran las cuatro y los oficinistas -El Ingeniero, entre ellos- volvían a trabajar y mi abuelito, a su casa, a leer el periódico. Cuando terminaba, se sentaba en su sala a esperar a que fuera la hora del noticiero. Al terminar Zabudovsky, se dormía. A las tres de la mañana, el insomnio le sacudía la cama y se quedaba despierto, viendo al techo, hasta que amanecía y se paraba al baño a hacer su aseo, rasurarse y continuar con la secuencia del día anterior, como había hecho durante los últimos veinte años, desde que quedara viudo.
Cuando le dio por contar sus vitaminas (es decir: vaciar el contenido del frasco, tomarse la pastilla e inventariar las restantes), lo inscribieron en unas actividades para adultos mayores en un centro del INAPAM, que estaba por sus rumbos. Fue a dar todo perfumado y peinado hacia atrás al encuentro con otros viejitos. Supongo que le sentó de maravilla porque, de pronto, empecé a oír mucho barullo en torno a él. Que si tomaba una clase de repujado, que si algunos compañeros, muy marrulleros, olvidaban a conveniencia la puntuación en el dominó, que si unas muchachas -de 80 años- movían las muñecas en modo sugestivo en el calentamiento de la clase de yoga, que si les habían servido chicharrón en salsa verde para el menú del día y estaba muy bueno porque no picaba mucho. También noté que tenía otra postura, caminaba más derecho. No quedaba nada de sus hombros caídos y su ver al suelo, de la rigidez de su cuello de patíbulo. Fue, quizás, el cambio más notorio, donde se le notaba el bienestar: levantaba la cabeza. Había salido de su inmediatez; le ganó a la abrumación, a la circunstancia, a las noches en negro, al peso de la ausencia, al vacío de la viudez y de la jubilación, de los años que se le iban acabando, a llenar el tiempo con algo, aunque fuera el aire de su sala. Me gusta recordarlo así, vivo. Que si no lo venció la vida, menos lo venció la muerte.
Al levantar la cabeza, afirmamos que estamos vivos, y desde ahí se construyen el presente, la presencia, el seguir adelante. Por eso, es curioso que la silueta de la derrota y la de una persona conectada al mundo mediante un aparato en la palma de su mano sean la misma. No lo digo yo, lo sugiere la viejita que seré, guiñándome desde el salón de tejido del centro para ancianos donde asistiré. Le muestro cómo guardé mi teléfono para no llenar vacíos y decidí conectarme de verdad. Se ríe como me río de gozo; me dice que esa decisión hizo toda la diferencia en mi futuro. Trae una tiara invisible, muy en alto.