El invierno puede ser cálido. Basta ver a la escarcha besando los techos y los jardines y las ventanas; al vaho de las sopas y cafés; a los abrazos durando un poquitito más que de costumbre; a los cuervos tan negros como azules, en cofradía. (Y a la luz. Basta ver a la luz siendo luz. Oblicua, pero luz. Mesurada, y luz. Cojeando, tan luz).
La cuesta de enero, las muertes en tríptico, las neumonías, los adioses, las excavaciones que fracturan los cimientos cercanos: son el invierno conspirando con lo posible, rapándonos los bucles del miedo, haciéndonos rehenes de nuestras pérdidas. De ahí sale el calor: de atravesar el frío, ateridos. Y de seguir.
Somos la estación que mira a la estación, frotándonos las manos.
No estamos rotos.