Locadelamaceta

Cultivo letras, voz, y otras plantas de interior.


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El nido vacío

Acarrearon briznas y agujas de pino, una tú, una yo, a ver qué tal esta, muy bien, ¿tantas de una vez?, eso dice el instinto, apura, ¡voy!, ya va quedando, oye, sí, sobre la copa de un árbol de piracanto. Entonces las tórtolas, después del acarreo, fueron vistas haciendo networking entre los eucaliptos y también empollando a las crías, por turnos, como una misma ave por duplicado, una respirando quieto, otra con su ahora vuelvo.

Una urraca azul amaneció con hambre y se acercó al piracanto. Las dos tórtolas, casi trazadas cuadro por cuadro, le preguntaron con los ojos laterales qué se le ofrecía, váyase de aquí o no respondemos picote con sangre, sea chico o sea grande, habrase visto un azul tan mustio. La urraca no echó pleito. Okei, okei, ya me iba, pero hizo su maña y la tórtola empolladora, desprevenida, dejó entrever su tesoro: dos huevos. La urraca hurtó uno y huyo y volvió por el postre. En un minuto al piracanto le quedó un nido vacío y ninguna tórtola.

Desde mi ventana veo las ruinas cóncavas de las brinzas, el piracanto con sus bolitas rojas, el tránsito de las ardillas en los eucaliptos, la agenda ocupadísima del automóvil de mi hija mayor que vino de visita en las vacaciones de la universidad, el ya me voy, mamá, al rato regreso, mamá, estos son mis planes, mamá, de mi hija menor que ha terminado la preparatoria; ambas hijas enseñándome que ha caducado mi gerencia de cuidados formativos y recontratándome como compañera ocasional cuando la vida se complica o amerita una celebración.

Con tanto tiempo a granel y una casa quieta miro diferente a través de las ventanas, todas, hacia dentro o hacia fuera. A veces le atino a hilar metáforas, a veces se me enredan los hilos de bordar, a veces hago siestas con buenos sueños intensos, y a veces, cada vez más, pienso en mi mamá y en nuestros dos países de distancia. Siempre estoy pendiente de las urracas, de cualquier color. ¿Cómo pasaron veinte años en un parpadeo? Todavía no sé.


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Introspección

A veces creo que estoy buscando una razón y el sentido a lo que vivo.

Veo para dentro como si me asomara al escote del diccionario bilingüe que llevo cerca del corazón. Significa, significa— dice el latido.

Escucho para dentro como si pusiera el oído en el centro de una guitarra de llevar serenata a peces y estrellas. Significa, significa— dice el telescopio.

Huelo para dentro como si subiera al segundo piso de casa de mi bisabuela y me detuviera frente a todas las botellas de agua de azahares. Significa, significa—dice la madera.

Toco para dentro como si fuera el segundero del reloj que siempre suena húmedo en las historias que me son íntimas. Significa, significa—dicen los ovarios

Pruebo para dentro como si mandara en la cocina creativa donde se prepara el pan que quita el hambre de compañía. Significa, significa—dice el mortero.

Y termino descubriendo que, mientras vivo, el sentido me encuentra, me invita y,  despacio, me devuelve el cuerpo.


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Cuánta hoja

Supe que no teníamos un futuro juntos porque titubeó cuando lo invité a que pisáramos un montón de hojas secas. Eran de maple, parecían abanicos hechos de pergamino. Él era un adulto que cuidaba sus zapatos tal como le enseñaron sus mayores. Yo rechinaba de ver esa esquina hojosa donde el otoño prematuro quería asomarse a la ventana de la tienda de antigüedades. Menos mal que no tuve que explicar por qué lo nuestro no podía ser. Él se me adelantó. Adiós, le dije, y me alejé riendo y llorando un poquito y riendo.

Yo pido el pan de cada día y las hojas de cada jornada. El olmo de mi jardín tiene años queriendo besar mi casa, inclinándose, inclinándose hacia ella. Una compañía de aprovechamiento forestal dijo que no todavía, quizás un día, y ancló al olmo con un bastón de acero. El árbol suspira hojitas que llenan el patio de haikús amarillos, salgo a barrerlas para acercarlas a la raíz del olmo, ten tu humus, ten tus nutrientes. Él me cuenta de su romance imposible mientras canto pasodobles que mutan en canciones de cuna y en confesiones tarareadas que nadie más sabrá. Mi escoba es de mijo, del que se anuncia cuando pasa.

Las hojas de mi cuaderno de escribir se caen cada vez que me tropiezo que es siempre. ¡Ay!, y van todas las notas del dictado que escuché en la regadera y en el auto y mientras me delineaba los ojos. Menos mal que, usualmente, quien me ayuda a recomponerme habla inglés y no entiende mis enunciados. Es como si se asomara al tendedero: me daría pudor. Son hojas que años después revisaré con la nostalgia de creer que contenían algo importante. Qué boba.

Hablo de hojas en pleno julio como si fuera octubre. No siempre me pregunto por el futuro, sólo a veces: cuando veo un corazón cerrado, cuando salgo a mi jardín, cuando avanzo en un manuscrito. Y cuando es verano y descubro —demonios, el cambio climático— que ya no cantan los grillos.

 

 

 


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Déjenme en paz

No llores si te enamoraste y no fue mutuo,

no hables con los niños como si pronunciaras las palabras en crayones,

no te rías tan fuerte, tan por todo, tan teatral,

no cubras tu cuerpo, no descubras tu cuerpo, no seas sólo cuerpo, ¿no tienes una app para contar tus pasos?

no digas todo lo que sientes y no te quedes con tus sentimientos,

no acuses a los que encubrieron y eligieron hacer caso omiso,

no uses imperativos como si supieras lo que quieres, mandona,

no admitas que, la gran mayoría de las veces, sólo sabes lo que no quieres, tonta.

no escribas en rima,

no subrayes que eres buena en algo, no ocultes tus talentos, no enumeres arrobas que traicionan,  no presumas tu casa rentada,

no pregones que es mutuo y etiquetes a la paz en la foto,

no te tardes años en publicar, no des a tus proyectos el tiempo que te sobra,

no defiendas a los que están ausentes y a los que no saben leer,

no llames si extrañas, no preguntes «¿qué somos?», no guardes botones por kilo,

no uses tacones, no dejes de usar tacones,  no olvides el calcio, no te quejes en la mastografía,

di que no, di que sí y que se entienda bien qué quisiste decir.

Déjenme en paz.

 

 

 

 


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Sobremesa, 3.

Hay relatos que son de Sobremesa. Ahí nacieron, fueron presentados en sociedad, encontraron casa e, incluso, pagaron impuestos o se enamoraron. Algunos cuentan con una vida larga y prolífica que da origen a otros relatitos, chismes, enredos y leyendas; otros mueren de olvido o por desgaste. 

Esta es la tercera entrega de una serie de relatos que alguien contó al final de una comida, cuando los platos habían sido llevados a la cocina, quedaban migajas y huellas de vasos en el mantel  y las horas por delante eran largas pero no incomodaban. Tomé notas en servilletas, en el teléfono y con el asombro porque me propuse que un día las transcribiría. No me pertenecen, son de todos. Ese día es hoy.

«María tenía los ojos más negros que nadie había visto jamás, mitad estrella, mitad capulín. Heredó la mirada de José, su padre, que había venido de España y que trabajaba de contador en el único cine del pueblo. De su madre Jesusa heredó ver más allá de lo que sucedía, envuelta en humo.

María estudió hasta tercero de primaria. Sabía leer y escribir, sumar, restar y multiplicar, pero no dividir. Tocaba el violín, declamaba, participaba en obras de teatro. Era la niña bonita del pueblo.  José volvería a su país de origen para morirse allá, donde quizás tenía otra esposa y otros hijos, nadie sabe. Un día María y Jesusa se quedaron solas con ellas mismas y con las habladurías.

Jesusa, para ayudarse, vendía enchiladas en un puesto de comida en la banqueta afuera de su casa y, cuando había ferias, y también vendía velas y adornos para tumbas en Día de Muertos. Las dos cosían en una máquina Singer, moviendo el pedal con los pies, a la  luz amarilla de los focos que se encendían y apagaban con una cadenita que colgaba y hacía clic. Los focos eran muy caros.

En ese pueblo, como en muchos otros de Veracruz en la costa del Golfo de México, los extranjeros eran parte del paisaje porque había petróleo: un oro líquido que atraía capitales, campamentos y contratistas. Valentín era extranjero; se había aventurado a América y había desembarcado en Nueva York donde trabajó de obrero hasta que se enteró que la Compañía del Águila quería gente para ir a los campos petroleros, y se apuntó.

Valentín tenía los ojos tan azules que habría que inventarles nacionalidad. Parecían venir más allá de los palacios alemanes, más lejos que la nieve rusa, de algún cuento insólito donde los hombres de tez blanca y cabello rubio interrumpen la vida de los pueblos huastecos y la trastornan. Algunas miradas son simples movimientos de ojos y algunas miradas son imanes, reatas, hojas de libro por escribir, como la de María y Valentín cuando encontraron sus ojos en el kiosco del parque. ¡Ay! No era alemán sino aragonés. No sabía ni leer ni escribir, pero tampoco le hacía falta. Su vida era una gran apuesta. Cuando se casó con María, México se recuperaba de la Revolución Mexicana y de la Guerra Cristera.

La zona de Veracruz es adecuada para el cultivo del café. Nadie sabe cómo, Valentín se hizo de un terrenote de varias hectáreas en lo alto de un cerro. Se llevó a María y  a varios indios para establecer el cafetal; también trabajaban la caña de azúcar y tenían un trapiche. Valentín sería el rey blanco entre los indios. De día era el patrón pero de noche se emborrachaba junto con ellos y apostaba a la baraja. Casi siempre perdía y entonces, cuando ya iba a amanecer, era el patrón de nuevo. Los indios lo miraban con recelo.

Mientras tanto María, como todas las mujeres de su época, se llenaba de hijos. Uno y luego otro y luego otro, y cuando ya iba en cuatro —tres hombres y una niña— le preguntó a Valentín que a dónde iban a ir a la escuela esos hijos. Valentín decía que le ayudarían en el campo, igual que ella. Varias veces María se fue con una recua de mulas y dos indios para que la acompañaran y varias de esas veces, los indios quisieron pasarse de listos con ella; María siempre iba armada para mantenerlos a raya. No tenía un segundo de paz o seguridad. Y aunque era leal a Valentín y los niños corrían por el cafetal, libres, no paraban las borracheras de Valentín ni las discusiones por el dinero. María protegía las monedas, envueltas en bolsas de cuero, bajo la cama, bajo las vigas del suelo, detrás del baúl, porque todo lo que Valentín ganaba, Valentín lo perdía y de nada le servían los ojos azules ni la apariencia de hombre de mundo.

—Vengo— decía siempre ella cuando bajaba al pueblo a tener a los hijos y luego regresaba con el bebé en brazos. Pero aquella vez, cuando Valentín vio que los niños iban con ella y la mula cargada con bultos y bultos y sus ocho meses de embarazo, supo que María lo estaba dejando.

María, para ganarse la vida, empezó a vender leña y carbón de casa en casa. No faltó la comadre insidiosa que soltara su veneno. “Mira en qué terminó la reina de los festivales”. Y los ojos de María se hicieron oscuros, más oscuros, de tristeza y rabia. Pronto tuvo que ir a otros poblados y además de combustible, se llevó unos dulces. Le dijo a su hijo mayor que fuera con ella para ayudarle a cargar. María no conocía bien la zona de las rancherías y  llegó, de sopetón, a un río. Se le ocurrió que había de cruzarlo, que del otro lado habría más casas que le comprarían sus dulces y leñas, que sería un buen día de venta entre tantos de angustia. La corriente fue más fuerte que el optimismo de María y le arrancó de los brazos todo lo que tenía para vender. El agua aventó al hijo hacia un remolino y, entre gritos y brazadas, se hundían y flotaban, entre el aire que no alcanzaba y la desesperación. Quién sabe cómo llegaron a la orilla.

Volvieron disimulando que casi se mueren, que se murieron un poco. No pudieron ocultarlo: María tenía pesadillas y estaba aterrada, como ida. Tuvo que ir el santero a hacerle una cura de espanto. Se sentó con María en la esquina de la cama y le tomó la mano, con cariño, pero firme. “María, ven, María, ven”. La voz del santero se parecía al lamento que Valentín dejaba escapar en las noches, cuando se daba cuenta que lo había perdido todo. Y los dos, uno arriba y otra abajo del cerro se aguantaban la fragilidad porque eran un par de orgullosos. Así se conocieron y así se separaron.

Maria consiguió un trabajo como secretaria, escribiendo a máquina en la presidencia municipal. Luego resultó que iban a abrir un hospital y un doctor que la conocía le preguntó que qué sabía hacer bien. María, con sus ojos negros, ahora cautelosos, no dijo que tocar el violín o declamar; dijo que coser. Así fue como entró de auxiliar en las autopsias, cosiendo las orejas de los macheteados. Se mudó al hospital con tres de sus hijos y a los otros dos los dejó con Jesusa, aunque moriría al poco tiempo. Y entonces el presidente Lázaro Cárdenas expropió el petróleo.

A María le asignaron un poblado para que fuera la enfermera local, pusiera vacunas, revisara niños, atendiera partos. Con ese dinero y el del nuevo sindicato de trabajadores de Pemex, pudo ir mandando a sus hijos a la capital a que estudiaran, primero la secundaria y luego la preparatoria y hasta la universidad; todos sus hijos menos el mayor, que le gustaban las muchachas y la vida del rancho. Valentín se cansó de intentar acercarse a María pidiendo ver a sus hijos, discutiendo. Vendió sus recuerdos y sus sueños y se fue de brasero a Texas, se estableció en California.

María nunca se perdonó a sí misma y fumaba para no mirar hacia dentro.  Hablaba mal de Valentín igual que él hablaba mal de ella, porque buscar culpables era la costumbre en las casas, tanto como tundir a los hijos a cinturonazos o usar una estufa de queroseno. Valentín tampoco se perdonó haber perdido a su familia y quedarse pobre; conoció a otra mujer y tuvo una hijita; se le quitaron las ganas de apostar.

Un día María tosió sangre. El hijo que estaba estudiando medicina le dijo que viajara a la capital para que la revisara uno de sus maestros. Se hospedó en un cuarto que estaba en un conjunto de departamentos, o vecindad, como le dicen, en la calle de Argentina. Le diagnosticaron cáncer en el pulmón. Tenía que subir unas escaleras para llegar al cuarto. Tosía en cada escalón hasta quedarse sin fuerzas.

De último minuto, María y los demás hijos que estudiaban en la Ciudad de México se cambiaron a otro departamento porque se les acabó el dinero de la renta comprando medicinas. La tos no conocía hora. Sólo dejó de toser un rato, bendito rato entre días y noches, cuando fue a verla otro santero.  No me quiero morir, decía, quiero conocer a mis nietos. Y sus hijos lloraban con ella, volvían la tos y la soledad, aunque estaban juntos. Nadie rezaba porque no sabían cómo o de qué pudiera servirles.

María murió el 17 de marzo de 1949, una mañana. Tenía 44 años. Consiguieron un lote en el panteón civil y la enterraron sin loza porque no les alcanzó el dinero, hasta que los compañeros de las escuelas hicieron una cooperación y, varios días después, pudieron pagarle al albañil. Valentín estuvo en el entierro y quiso acercarse a abrazar a sus hijos. La hija mayor dijo que no. “Si no vio por ella en vida, menos va a ver por ella muerta”.

El hijo que se quedó en el rancho cobró el dinero de la pensión y se lo gastó poniendo un negocio de venta de coches. Los hermanos en la capital se quedaron sin un peso. Algunos fueron limpiar fincas y cosechar vegetales en todas las vacaciones que pudieron. Las hijas sacaron un carnet en el comedor de indigentes y estuvieron viviendo con familiares y conocidos hasta que terminaron de estudiar. Los cinco hermanos superaron esa época terrible, que habrá durado uno o dos años, aunque ellos cuentan que fue una eternidad.  Valentín también murió de cáncer en el pulmón, unos veinte años después».

Valentín y María son mis bisabuelos.

Mi tía abuela me llevó a conocer la vecindad en la calle de Argentina y vi las escaleras. Habrán sido unos sesenta o setenta escalones de metal, en cada piso había un barandal de herrería y macetas de colores hechas de pedacería de vajillas y mosaicos. Caminamos otro poco, adentrándonos hacia Tepito. El comedor de indigentes es ahora un templete para contener a los vendedores ambulantes, todavía tiene las instalaciones de gas de la cocina. Nos seguimos hasta la calle de Herreros y entramos al número 19, caminamos por el pasillo lúgubre, dimos la vuelta en la pileta y subimos hasta llegar al departamento donde murió María. Una señora nos preguntó qué hacíamos ahí y cuando le explicamos nos dejó pasar. Los pisos eran amarillos con grecas y sufrimiento. Volvimos a la casa en la línea 1, del Zócalo a Nativitas. Calladas, casi herméticas. Chípiles, zozobradas.

Es la primera vez que me atrevo a poner esta historia por escrito.

 


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De súbito

Para el Ingeniero, por supuesto.

Los lunes lloro.

Añoro tu reloj en la mano derecha, tus zapatos azules, tu barbilla,

el lugar donde tu mente se encuentra con la mía, deleite.

La lista secreta de escenarios del ojalá,

el pase de abordar esperanzas antiguas recién nacidas.

Lágrimas de sueños despertando.

las calles vacías y anónimas.

Nos extraño.

Los martes me ocupa el trabajo.

Soy toda concentración y enfoque,

proyectos por entregar, saturación.

Casi olvido que nos conocimos,

reniego de la poesía, la encuentro inútil,

no suelo llevar tu fotografía a mi beso.

Me siento a gusto,

aunque el piso esté frío y la ventana cierre a medias.

Los miércoles me enfurecen las pistas de frenado,

odio guardar compostura,  las barras de seguridad.

Quiero verte, ahora porque ahora. Impostergable.

Tirar por el precipicio a la cautela,

trastornar todas las rutinas. Urges.

Esto es una tortura.

¿Por qué estás tan sereno?

Tengo sangre en las manos. Tuve que matar al tiempo.

Los jueves tomo un decisión a propósito

y me obligo a dejar de pensarte.

Invoco a mi resiliencia,

por si te vas y nunca regresas;

paso lista de mi luto y de mis rezos,

por debo mandarte al olvido algún día.

Hago acopio de mi fuerza,

sólo hallo mi corazón, ternura, y tu nombre.

Los viernes llevo lencería negra

por si me topo contigo mientras vivo,

tu carisma, mi coqueteo, la cima reiterada,

la risa que lubrica,

porque hélice, porque abrazo.

Soy un mar de placer profundo que contempla el cielo.

Igual que tú.

Y ambos lo sabemos.

Los sábados/domingos estamos/somos

el amor nos conduce, libres,

y es tan fácil como un milagro;

dejamos que hable nuestra presencia

de las horas contadas esperando a vernos,

el graciasgracias de habernos encontrado,

de ir avanzando hacia la segunda mitad de la vida,

atareados pero compatibles,

diluyendo el pacto con la soledad.

Luego es lunes, de nuevo.

Y aunque cambia el orden de los días,

quedan los giros y la emoción:

algo siempre comienza, algo siempre termina,

nos vamos sucediendo de súbito.

Dijiste que te gustaban las montañas rusas.

A mí también me gustan.


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La fecha es lo de menos

Haz memoria.

Adoraste la telita crujiente que envuelve los ajos,

llamó a misa de reciclaje la campana del camión de la basura,

hiciste esculturas de pelusa para las noches de equinoccio

tu radar detectó, primero que nadie, el dron de un sarcasmo;

viajaste en taza estampada y mordida de pan con mantequilla y azúcar,

completaste rompecabezas tuertos abandonados,

contaste grandes secretos frente a la fruta de temporada,

imitaste a las balatas, a las persianas, a las cámaras,

llevaste panfletos de sindicato a los grillos,

cancelaste tu suscripción a las revistas de adoquines,

llovió y sólo llovió,

desempleaste a tu duplicado fingidor de voz en los orgasmos,

dejaron de apostarte en el hipódromo de la furia,

estrenaste cerraduras telepáticas en tu casa de dormir en paz,

no te arrastró aquel río, la melancolía.

¿Cuándo supiste que habías sobrevivido?

La fecha es lo de menos.

 

 


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Inminente

Voy a verte.

Verte y rodearte con el abrazo que ya te estoy dando con el calendario en la mano.

Verte y que mis ojos recuerden su propósito.

Oírte y que mis oídos impriman tus sinalefas

Pero más: verte.

Olerte y que mi nariz recorra los mapas ciertos

Sobre todo, verte.

Probarte y qué gusto del gusto.

Las lágrimas diluyendo la barra espaciadora de las frases.

Verte y sonreír, ¿sabes cómo?

Viajaré a donde siempre, donde casa.

Veintiocho días para volver a ti.