Hay relatos que son de Sobremesa. Ahí nacieron, fueron presentados en sociedad, encontraron casa e, incluso, pagaron impuestos o se enamoraron. Algunos cuentan con una vida larga y prolífica que da origen a otros relatitos, chismes, enredos y leyendas; otros mueren de olvido o por desgaste.
Esta es la tercera entrega de una serie de relatos que alguien contó al final de una comida, cuando los platos habían sido llevados a la cocina, quedaban migajas y huellas de vasos en el mantel y las horas por delante eran largas pero no incomodaban. Tomé notas en servilletas, en el teléfono y con el asombro porque me propuse que un día las transcribiría. No me pertenecen, son de todos. Ese día es hoy.
«María tenía los ojos más negros que nadie había visto jamás, mitad estrella, mitad capulín. Heredó la mirada de José, su padre, que había venido de España y que trabajaba de contador en el único cine del pueblo. De su madre Jesusa heredó ver más allá de lo que sucedía, envuelta en humo.
María estudió hasta tercero de primaria. Sabía leer y escribir, sumar, restar y multiplicar, pero no dividir. Tocaba el violín, declamaba, participaba en obras de teatro. Era la niña bonita del pueblo. José volvería a su país de origen para morirse allá, donde quizás tenía otra esposa y otros hijos, nadie sabe. Un día María y Jesusa se quedaron solas con ellas mismas y con las habladurías.
Jesusa, para ayudarse, vendía enchiladas en un puesto de comida en la banqueta afuera de su casa y, cuando había ferias, y también vendía velas y adornos para tumbas en Día de Muertos. Las dos cosían en una máquina Singer, moviendo el pedal con los pies, a la luz amarilla de los focos que se encendían y apagaban con una cadenita que colgaba y hacía clic. Los focos eran muy caros.
En ese pueblo, como en muchos otros de Veracruz en la costa del Golfo de México, los extranjeros eran parte del paisaje porque había petróleo: un oro líquido que atraía capitales, campamentos y contratistas. Valentín era extranjero; se había aventurado a América y había desembarcado en Nueva York donde trabajó de obrero hasta que se enteró que la Compañía del Águila quería gente para ir a los campos petroleros, y se apuntó.
Valentín tenía los ojos tan azules que habría que inventarles nacionalidad. Parecían venir más allá de los palacios alemanes, más lejos que la nieve rusa, de algún cuento insólito donde los hombres de tez blanca y cabello rubio interrumpen la vida de los pueblos huastecos y la trastornan. Algunas miradas son simples movimientos de ojos y algunas miradas son imanes, reatas, hojas de libro por escribir, como la de María y Valentín cuando encontraron sus ojos en el kiosco del parque. ¡Ay! No era alemán sino aragonés. No sabía ni leer ni escribir, pero tampoco le hacía falta. Su vida era una gran apuesta. Cuando se casó con María, México se recuperaba de la Revolución Mexicana y de la Guerra Cristera.
La zona de Veracruz es adecuada para el cultivo del café. Nadie sabe cómo, Valentín se hizo de un terrenote de varias hectáreas en lo alto de un cerro. Se llevó a María y a varios indios para establecer el cafetal; también trabajaban la caña de azúcar y tenían un trapiche. Valentín sería el rey blanco entre los indios. De día era el patrón pero de noche se emborrachaba junto con ellos y apostaba a la baraja. Casi siempre perdía y entonces, cuando ya iba a amanecer, era el patrón de nuevo. Los indios lo miraban con recelo.
Mientras tanto María, como todas las mujeres de su época, se llenaba de hijos. Uno y luego otro y luego otro, y cuando ya iba en cuatro —tres hombres y una niña— le preguntó a Valentín que a dónde iban a ir a la escuela esos hijos. Valentín decía que le ayudarían en el campo, igual que ella. Varias veces María se fue con una recua de mulas y dos indios para que la acompañaran y varias de esas veces, los indios quisieron pasarse de listos con ella; María siempre iba armada para mantenerlos a raya. No tenía un segundo de paz o seguridad. Y aunque era leal a Valentín y los niños corrían por el cafetal, libres, no paraban las borracheras de Valentín ni las discusiones por el dinero. María protegía las monedas, envueltas en bolsas de cuero, bajo la cama, bajo las vigas del suelo, detrás del baúl, porque todo lo que Valentín ganaba, Valentín lo perdía y de nada le servían los ojos azules ni la apariencia de hombre de mundo.
—Vengo— decía siempre ella cuando bajaba al pueblo a tener a los hijos y luego regresaba con el bebé en brazos. Pero aquella vez, cuando Valentín vio que los niños iban con ella y la mula cargada con bultos y bultos y sus ocho meses de embarazo, supo que María lo estaba dejando.
María, para ganarse la vida, empezó a vender leña y carbón de casa en casa. No faltó la comadre insidiosa que soltara su veneno. “Mira en qué terminó la reina de los festivales”. Y los ojos de María se hicieron oscuros, más oscuros, de tristeza y rabia. Pronto tuvo que ir a otros poblados y además de combustible, se llevó unos dulces. Le dijo a su hijo mayor que fuera con ella para ayudarle a cargar. María no conocía bien la zona de las rancherías y llegó, de sopetón, a un río. Se le ocurrió que había de cruzarlo, que del otro lado habría más casas que le comprarían sus dulces y leñas, que sería un buen día de venta entre tantos de angustia. La corriente fue más fuerte que el optimismo de María y le arrancó de los brazos todo lo que tenía para vender. El agua aventó al hijo hacia un remolino y, entre gritos y brazadas, se hundían y flotaban, entre el aire que no alcanzaba y la desesperación. Quién sabe cómo llegaron a la orilla.
Volvieron disimulando que casi se mueren, que se murieron un poco. No pudieron ocultarlo: María tenía pesadillas y estaba aterrada, como ida. Tuvo que ir el santero a hacerle una cura de espanto. Se sentó con María en la esquina de la cama y le tomó la mano, con cariño, pero firme. “María, ven, María, ven”. La voz del santero se parecía al lamento que Valentín dejaba escapar en las noches, cuando se daba cuenta que lo había perdido todo. Y los dos, uno arriba y otra abajo del cerro se aguantaban la fragilidad porque eran un par de orgullosos. Así se conocieron y así se separaron.
Maria consiguió un trabajo como secretaria, escribiendo a máquina en la presidencia municipal. Luego resultó que iban a abrir un hospital y un doctor que la conocía le preguntó que qué sabía hacer bien. María, con sus ojos negros, ahora cautelosos, no dijo que tocar el violín o declamar; dijo que coser. Así fue como entró de auxiliar en las autopsias, cosiendo las orejas de los macheteados. Se mudó al hospital con tres de sus hijos y a los otros dos los dejó con Jesusa, aunque moriría al poco tiempo. Y entonces el presidente Lázaro Cárdenas expropió el petróleo.
A María le asignaron un poblado para que fuera la enfermera local, pusiera vacunas, revisara niños, atendiera partos. Con ese dinero y el del nuevo sindicato de trabajadores de Pemex, pudo ir mandando a sus hijos a la capital a que estudiaran, primero la secundaria y luego la preparatoria y hasta la universidad; todos sus hijos menos el mayor, que le gustaban las muchachas y la vida del rancho. Valentín se cansó de intentar acercarse a María pidiendo ver a sus hijos, discutiendo. Vendió sus recuerdos y sus sueños y se fue de brasero a Texas, se estableció en California.
María nunca se perdonó a sí misma y fumaba para no mirar hacia dentro. Hablaba mal de Valentín igual que él hablaba mal de ella, porque buscar culpables era la costumbre en las casas, tanto como tundir a los hijos a cinturonazos o usar una estufa de queroseno. Valentín tampoco se perdonó haber perdido a su familia y quedarse pobre; conoció a otra mujer y tuvo una hijita; se le quitaron las ganas de apostar.
Un día María tosió sangre. El hijo que estaba estudiando medicina le dijo que viajara a la capital para que la revisara uno de sus maestros. Se hospedó en un cuarto que estaba en un conjunto de departamentos, o vecindad, como le dicen, en la calle de Argentina. Le diagnosticaron cáncer en el pulmón. Tenía que subir unas escaleras para llegar al cuarto. Tosía en cada escalón hasta quedarse sin fuerzas.
De último minuto, María y los demás hijos que estudiaban en la Ciudad de México se cambiaron a otro departamento porque se les acabó el dinero de la renta comprando medicinas. La tos no conocía hora. Sólo dejó de toser un rato, bendito rato entre días y noches, cuando fue a verla otro santero. No me quiero morir, decía, quiero conocer a mis nietos. Y sus hijos lloraban con ella, volvían la tos y la soledad, aunque estaban juntos. Nadie rezaba porque no sabían cómo o de qué pudiera servirles.
María murió el 17 de marzo de 1949, una mañana. Tenía 44 años. Consiguieron un lote en el panteón civil y la enterraron sin loza porque no les alcanzó el dinero, hasta que los compañeros de las escuelas hicieron una cooperación y, varios días después, pudieron pagarle al albañil. Valentín estuvo en el entierro y quiso acercarse a abrazar a sus hijos. La hija mayor dijo que no. “Si no vio por ella en vida, menos va a ver por ella muerta”.
El hijo que se quedó en el rancho cobró el dinero de la pensión y se lo gastó poniendo un negocio de venta de coches. Los hermanos en la capital se quedaron sin un peso. Algunos fueron limpiar fincas y cosechar vegetales en todas las vacaciones que pudieron. Las hijas sacaron un carnet en el comedor de indigentes y estuvieron viviendo con familiares y conocidos hasta que terminaron de estudiar. Los cinco hermanos superaron esa época terrible, que habrá durado uno o dos años, aunque ellos cuentan que fue una eternidad. Valentín también murió de cáncer en el pulmón, unos veinte años después».
Valentín y María son mis bisabuelos.
Mi tía abuela me llevó a conocer la vecindad en la calle de Argentina y vi las escaleras. Habrán sido unos sesenta o setenta escalones de metal, en cada piso había un barandal de herrería y macetas de colores hechas de pedacería de vajillas y mosaicos. Caminamos otro poco, adentrándonos hacia Tepito. El comedor de indigentes es ahora un templete para contener a los vendedores ambulantes, todavía tiene las instalaciones de gas de la cocina. Nos seguimos hasta la calle de Herreros y entramos al número 19, caminamos por el pasillo lúgubre, dimos la vuelta en la pileta y subimos hasta llegar al departamento donde murió María. Una señora nos preguntó qué hacíamos ahí y cuando le explicamos nos dejó pasar. Los pisos eran amarillos con grecas y sufrimiento. Volvimos a la casa en la línea 1, del Zócalo a Nativitas. Calladas, casi herméticas. Chípiles, zozobradas.
Es la primera vez que me atrevo a poner esta historia por escrito.